Suelo confundir la realidad con la
ficción y entremezclo lo vivido a ambos lados del umbral que separa la noche y
el día, lo soñado con lo vivido despierto. Por eso las cosas malas las suelo
encasillar en el mundo de las pesadillas y las buenas me convenzo de que son
las reales.
Esta mañana sin ir más lejos, al
despertar y comprobar que era la hora de ir a trabajar no me lo creí y seguí
durmiendo un rato más, hasta que el despertador volvió a insistir en recordarme
que en verdad debía levantarme para no llegar tarde. Mi confusión volvió cuando
al bajar a tomar un café en las televisiones del bar donde suelo ir, reflejaban
una imagen como la foto de arriba, una imagen anacrónica, salida de las
tinieblas del medievo. Me pellizqué para averiguar si sentía dolor o no. Quizá todavía estaba dormido. Fatalmente
casi me arranco un trozo de la carne de mi antebrazo con el consiguiente grito
y las miradas atónitas de los presentes.
¿Cómo podía ser real?
El resto del día seguí rumiando la
imagen.
¿Y si la señora de la izquierda le
estaba diciendo a la joven de blanco: “Repita conmigo: esternocleidomastoideo, supercalifragilisticoespialidoso,
tururúmássabeelborriquitoquetú…”?
O le estaba indicando que le
señalara en el libro ¿dónde está Wally?
(¿Conocéis esos libros de buscar a Wally no?) y todos ahí atentos, con la
mirada fija para ver dónde ponía su mano.
O ya puestos, al ser días de difuntos y santos, más de Halloween en esta era de la modernidad, le estaba informando
en nombre de todos los españoles (no los de bien, sino los otros) que la
monarquía estaba muerta, que sus integrantes eran zombies vivientes y el trato
que no el truco eran unas bolsas de caramelos y para casa.